
El famoso historiador Eric Hobsbawm, apuntaba con agudeza que en las guerras y en la política se demoniza naturalmente al adversario para hacer de él un ser odioso, o al menos despreciable. Sin embargo, es atinado agregar que esta acción no es una estrategia exclusiva de guerras, o de campañas políticas (que en cierto modo también son una especie de guerra, pero simbólica). También es utilizada, y con mucha frecuencia, por las personas en un nivel más básico, al amparo de la cotidianidad de la vida, para atacar, desafiar o desprestigiar las acciones, rangos o creencias de vecinos, amigos, compañeros, colegas o conocidos.
Los Estados y los candidatos políticos utilizan los medios de comunicación y la publicidad para atacar y demonizar al adversario; las personas lo hacen con frecuencia por medio del chisme (aunque ciertamente estas dos formas no son únicas ni por completo excluyentes).
Hablar del chisme como proceso social de interés parece poco serio, pero la verdad es que debe tomarse con justificada seriedad, por el importante papel que desempeña en la vida de las personas y en la estabilidad y dinámica de toda estructura social, independientemente de su tamaño.
El chisme es ubicuo y muy poderoso en nuestras sociedades humanas. Por medio de él, los individuos llegamos a concretar alianzas, definir adversarios comunes y denunciar injusticias. A través de él, podemos estirar los hilos de las jerarquías en las que nos movemos y desenvolvemos. Y ciertamente, podemos generar cambios en las organizaciones.
La importancia del chisme para nuestra especie está respaldada por la teoría del chismorreo, que plantea que la capacidad para chismorrear fue fundamental para el desarrollo y crecimiento de las sociedades humanas a lo largo de la historia. El chisme, desde este punto de vista, fue esencial para alcanzar los niveles complejos de cooperación social que nos caracterizan a los humanos. A través del flujo de información, es posible organizarse en el ámbito social de mejores maneras, porque este permite entrever principalmente en quién se puede confiar y en quién no. Además, y sobretodo, por medio del chismorreo se puede castigar a aquellos que no cumplen con las normas de grupo, explícitas o implícitas, erosionando lo más valioso que tiene toda persona: la reputación.
Según la teoría del chismorreo, para que un grupo de personas funcione y coopere efectivamente, tiene que haber chisme. Esta máxima aplicó tanto a los cazadores recolectores del pleistoceno como a los primeros agricultores humanos. Y se aplica hoy en día, de la misma manera, a nuestros espacios de trabajo, grupos de amigos, clubes, equipos de deportes y más, en los que resulta bastante útil saber no solo quién es honesto y quién no, o quién comparte y quién no, sino también, y particularmente, quién odia a quién, quién se acuesta con quién y quién tiene o no tiene qué. Si usted se encuentra en la cumbre de una organización humana, por pequeña que sea, le conviene en primera instancia estar consciente de que por debajo se habla mucho de su persona, de cada buena y mala acción, de cada omisión y de cada gesto; en segundo lugar, le conviene saber que es hasta cierto punto imposible acabar con esta práctica, porque está enraizada en nuestra naturaleza y porque es un medio de equilibrio de poder esculpido directamente por la selección natural. Ahora que si usted pertenece a alguna organización de este tipo y se encuentra por debajo o en la medianía de la jerarquía, debe saber que el chisme es una herramienta muy poderosa, que bien puede acabar con las exacerbadas injusticias y echar abajo a las dictaduras enanas; aunque, atención: no sin riesgo.