El credencialismo y la tiranía del mérito

Un tema que me llamó mucho la atención de La tiranía del mérito (2020), una obra de Michael J. Sandel que recién terminé de leer y de la que no hace mucho hice una síntesis/reseña (que por cierto pueden encontrar en mi feed de Instagram), es que menciona tajante y claramente que no existe una relación sólida y evidente entre la educación académica, es decir, entre la capacidad de los individuos para sacar buenas calificaciones (hacer tesis y todo ese tipo de cosas que hacemos los que estudiamos carreras y posgrados), y la capacidad para desempeñarse en un puesto de responsabilidad en una democracia; piense en cualquier representante o servidor público: presidentes, diputados, senadores, secretarios, directores, etc.

Sorprende mucho más de lo normal esta idea por su origen, porque el argumento no lo expone alguien sin estudios, como podría pensarse, sino que lo hace precisamente un académico de Harvard; algo ciertamente paradójico…

Sandel defiende la idea de que una mayor representatividad de clases en los gobiernos democráticos mejoraría las dinámicas de los Estados y aminoraría las respuestas sociales extremas que hoy crecen cual espuma en el mundo, como el populismo y el nacionalismo, y que se explican al menos en parte, de acuerdo al autor, por el desempoderamiento progresivo del que las clases trabajadoras sin estudios profesionales han sido objeto durante las últimas décadas.

¿Cómo han sido desplazadas las clases trabajadoras de la participación democrática? A través de la reciente y exagerada importancia que se le ha asignado a las credenciales educativas (licenciaturas, especialidades, maestrías y doctorados) para gobernar o ser parte del gobierno. Un mito que, estima Sandel, no solamente ha sido y está siendo propagado por aquellos que han invertido una importante cantidad de tiempo y dinero en la adquisición de credenciales profesionales, sino también por la misma gente sin estudios, que de alguna forma ha cedido casi completamente a la idea.

Por ejemplo, hace tan solo seis décadas en Estados Unidos una cuarta parte de los senadores y de los representantes de la Cámara habían sido elegidos pese a no tener carrera universitaria, pero a comienzos del nuevo milenio un 95 por ciento de los miembros de la Cámara de Representantes y el cien por ciento de los senadores eran graduados universitarios.

Para Sandel (y otros como Thomas Frank) la idea de que la educación es la solución a todos los males, tan recurrida en México por los actores políticos y por servidores públicos de todos los partidos, es por una parte irresponsable y por la otra estúpida, porque le dice a la gente que problemas tan complejos como la desigualdad son fallos enteramente suyos; y no del sistema. Evade responsabilidades, culpa al individuo y nubla las acciones que podrían contribuir a mejorar el panorama, como la disgregación de las grandes concentraciones de poder económico o el fomento en las sociedades de un sentido más agudo del bien común.

Para respaldar su postura, Sandel compara los gobiernos americanos de John F. Kennedy y Obama, integrados en mayor medida por funcionarios procedentes de las universidades más importantes del mundo (Harvard, Oxford, Yale, etc.), que resultaron ser un desastre (el primero de ellos condujo a Estados Unidos hacia el sinsentido de la guerra de Vietnam y el segundo rescató a los banqueros de Wall Street), con aquellos que se integraron en formas más representativas y menos tecnocráticas, como los gobiernos de Harry Truman y Franklin D. Roosevelt, que lograron avances importantes en términos sociales.

Señala por ejemplo que en el Reino Unido menos del uno por ciento de la población estudia o ha estudiado en Oxford o Cambridge y pese a ello una parte desproporcionada de esa élite ocupa los puestos de gobierno. Dos tercios de los ministros del gabinete de Boris Johnson (en 2019) estudió en institutos privados y la mitad de ellos eran graduados de Oxford o Cambridge. En resumen: los pocos gobiernan a los muchos; los ricos gobiernan a los pobres; los que tienen credenciales gobiernan a los que no tienen credenciales.

Destaca y argumenta que, en vista de los resultados, es evidente que convertir los parlamentos y los congresos en ámbitos casi exclusivos de las clases “acreditadas” no ha servido, como a menudo se piensa y quiere creer, para volver a los países más eficaces, sino solo para volverlos menos representativos y con ello más problemáticos y polarizados.

Pregunta: si queremos que sean ingenieros cualificados los que diseñen puentes y carreteras y que sea un médico especialista el que nos opere de una apendicitis, ¿no nos conviene que nuestros representantes democráticos hayan ido a las mejores universidades o tengan los más altos títulos y honores? Y responde: no necesariamente, porque gobernar requiere de sabiduría práctica y virtud cívica, de las aptitudes necesarias para deliberar sobre el bien común y tratar de hacerlo realidad; y de hecho ninguna de esas capacidades se fomenta particularmente bien en la mayoría de las universidades actuales, ni siquiera en las de mayor renombre.

En una época en la que el sexismo y el racismo están por supuesto mal vistos, el credencialismo se erige como el último de los prejuicios aceptables, nos dice Sandel. El credencialismo resulta al menos igual de nocivo para la democracia que el sexismo y el racismo porque desplaza y desempodera en la misma forma a la mayoría de las personas (a las que no tienen títulos). Por ello, ahora que estamos en campañas políticas, quizás sería bueno dejarse llevar menos por las credenciales educativas y más por el origen y la identificación de clase de los candidatos, a fin de que los espacios de poder sean cada vez más representativos. Puede ser un paso adelante. A su consideración, por supuesto.

Referencia:

SANDEL, M. (2020). La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? Ciudad de México: Debate